Hay muchas personas a las que les gusta viajar. A mí no. Personalmente, prefiero estar en casa. Mi escenario preferido no son las playas lejanas de los mares tropicales, ni unas vacaciones de esquí en los Alpes, ni siquiera estar en una casa rural. Prefiero estar en MI casa; a ser posible, con mi familia y un buen libro.

Pero por mi ministerio tengo que viajar mucho. Y, para mí, el punto más importante del viaje es el regreso a casa. Allí soy persona, allí puedo estar a gusto y hacer lo que me encanta hacer. Y a veces se me pasa por la mente al cruzar el umbral de mi hogar: por fin en casa.

En muchas ocasiones, esto ha sido, para mí, el ejemplo perfecto de la vida cristiana. Al fin y al cabo estamos de camino. De camino hacia nuestra casa. Y en este camino hay altos y bajos, tormentas, días de sol y días de lluvia. Hay imprevistos, tragedias y alegrías. John Bunyan lo describió a la perfección en su obra «El peregrino».

En los viajes, hay compañías que hacen, de un viaje aburrido o accidentado, una experiencia mejor. Lo mismo ocurre en el viaje del creyente. Y es por esto – entre otras cosas – que el Señor nos puso en compañía de otros que andan por el mismo camino porque tienen la misma meta: nuestros hermanos en la fe. Nos ayudamos mutuamente para llegar al destino. A nuestra patria celestial.

Infelizmente, con mucha frecuencia, no tomamos en cuenta lo suficiente lo que significa llegar a casa, a nuestro hogar celestial donde finalmente todas las penas, proyectos fallidos y relaciones rotas quedan atrás. ¿Cómo será aquel momento cuando nos fundamos en un abrazo con Aquél que ya nos está esperando desde que dio su vida en la cruz por nosotros, nuestro Señor Jesucristo?

Al final vamos a estar allí y, seguramente, vamos a decir: por fin en casa.

La semana de oración es un buen momento para hacer un alto en este camino y reflexionar sobre este tema. «Camino a casa…» Y menos mal que no tenemos que caminar solos.

 

José Hutter (Presidente Grupo de trabajo de Teología AEE)